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Había leído montones de
cosas sobre ladrones: tipos atractivos (en su mayoría amables), impecables de
vestido, repletos de bolsillo, entendidísimos en caballos, decididos en porte,
afortunados en el galanteo, estupendos con una copla, una botella, una baraja o
un cubilete, y dignos émulos del más valiente. Pero nunca me había topado
(excepto en Hogarth), con la lamentable realidad. Me pareció que agavillar a
los criminales que existían en la vida real, describirlos en toda su fealdad,
en toda su miseria, en toda la sórdida pobreza de sus vidas, mostrarlos tal y
como son, zafándose eterna y desasosegadamente por los más inmundos senderos de
la vida, con una enorme, negra y espantosa horca cerrándoles el camino se
vuelvan hacia donde se vuelvan, me pareció, digo, que emprender esto era cosa
que se estaba necesitando y que sería rendir un servicio a la sociedad. Por eso
lo hice lo mejor que pude.
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